Sunday, November 6, 2011

La Liga Guakia Taina ke Honra a la Escritora Carmen Corchado Juarbe



























Carmen  Corchado  Juarbe

Hoy se abre el telón  para  honrar  a una escritora  que ha inspirado  a la  Liga Guakia  Taina  ke  desde  sus  comienzos.  Una  escritora  que nos  ha motivado para  continuar  en  la lucha  de  reclamar  nuestra  herencia  natural  y  cultural  indígena.  Sus  obras nos  han  servido  de  norte  en la  reescritura  y  reavivamiento  de  nuestra  herencia  indígena.  

Los  poemas escogidos  en sus  obras  gritan  "hemos  sobrevivido  la  colonización".  Carmen  Corchado  Juarbe,  más  que  ningún(a) otro(a)  escritor(a)  nos  ha  devuelto la  esperanza  de  luchar  por  lo  que  es  justamente  nuestro...nuestra  herencia natural y cultural  indígena.  

Carmen escribió  sus  primeras  obras  durante  un periodo  en  que el  tema indígena no  ocupaba  un lugar  destacado en  nuestra  sociedad.  Pero  sus  obras  hoy  cobran una  importancia  incalculable,  especialmente para  los  que  estamos  luchando  para  situar  nuestra  herencia indígena en su  merecido lugar.  Carmen Corchado  Juarbe  se  adelanto  por  más  de  tres  décadas. Sus  obras  son un llamado que  nos inspira y  nos sirve de  quia  en nuestra   jornada  de redescubrimiento etnohistórica  cultural.

La  Comunidad  Naguake  nace  con los  escritos  de  Carmen  Corchado  Juarbe.     La  Liga  Guakia  Taina ke   y  todos  los  naguakeños le  damos las  gracias  a  nuestra  querida  Carmen  Corchado  Juarbe por su  inspiración.   



La  obra  mas  reciente  de  Corchado  Juarbe















Un hito, el resurgimiento de la literatura indígena

Arturo Jiménez
La Jornada
Después de un largo proceso que quizá comenzó hace cinco siglos, con la llegada misma de los europeos o con la destrucción del primer códice, México vive uno de los acontecimientos culturales más importantes de finales del siglo XX y principios del XXI: el resurgimiento de la escritura y de la literatura en lenguas indígenas.

Se trata de nuevos textos en más de 10 lenguas indígenas --de las 62 que existen en México-- escritas mediante el alfabeto latino. Pero, ¿cuál es el significado que esto tiene, no sólo para las letras mexicanas sino para toda la cultura del país? "Durante más de 500 años los no indígenas hemos tratado de decir qué son o qué no son los indígenas mexicanos, qué piensan o qué no piensan, qué creen o qué no creen, qué sienten o qué no sienten. Y además, todavía nos hemos atrevido a decir que nosotros rescatamos la tradición oral, los cuentos que estaban ocultos en las comunidades.

"Ahora, por vez primera, miembros de esas comunidades escriben en sus lenguas, escriben de sí mismos, para sí mismos. Ahí tenemos la voz que no hemos querido oír. Este es un cambio fundamental, porque ya no necesitamos estar imaginándonos la voz: ahora podemos oírla directamente, ahí está ese mundo. Y esto nos dará, de manera paulatina, una nueva visión del país." Habla el escritor y lingüista Carlos Montemayor, en una larga charla en su casa del sur de la ciudad acerca de su reciente libro La literatura actual en las lenguas indígenas de México, editado por la Universidad Iberoamericana (Departamento de Historia).
Autor de la novela sobre la guerrilla de Lucio Cabañas Guerra en el paraíso y de los libros de ensayos Los pueblos indios de México hoy y Chiapas, la rebelión indígena de México, entre otros, Montemayor avizora:

"Si las reformas constitucionales que propone el EZLN y el Congreso Nacional Indígena, vía la llamada ley Cocopa, se llevaran a efecto y éstas tuvieran consecuencias en la realidad política del país, tendríamos un camino muy útil para el fortalecimiento de estas culturas, que van debilitándose tanto por el empobrecimiento de las zonas como por la migración de las nuevas generaciones y la aculturación." También traductor y poeta, Montemayor domina lenguas indígenas como el maya y clásicas como el griego, además del hebreo y otros "idiomas europeos modernos". Con casi 20 años de trabajar con escritores de diversas lenguas indígenas, como investigador, tallerista y editor, es quizá el más autorizado sobre el tema.
En sus investigaciones descubrió aspectos de tal trascendencia como la gran cercanía cosmogónica e idiomática de las lenguas indígenas con las civilizaciones griega y romana clásicas o la complejidad compositiva de los rezos tradicionales. Y escribió libros como Arte y plegaria en las lenguas indígenas de México y Arte y trama en el cuento indígena (FCE).

Las tres literaturas mexicanas

Ahora, Montemayor publica La literatura actual en las lenguas indígenas de México, cuyos siete capítulos dan idea del amplio panorama que abarca el autor:

"La discriminación idiomática", "El resurgimiento de la literatura en lenguas indígenas", "Narrativa nueva y tradicional", "El teatro, que alguna vez fue danza", "Nuevas fronteras del ensayo", "El canto tradicional y la nueva canción" y "La poesía ayer y hoy".

En la charla, delimita los tres grandes y "formidables" rubros de la literatura mexicana: la escrita en español, a partir de la Conquista; la escrita en lenguas indígenas, en la época prehispánica, durante la Colonia y en los siglos XX y XXI; y la escrita en latín, sobre todo en el siglo XVIII, menos conocida pero fundamental para la idea "de país, de mestizaje y la revaloración de las culturas prehispánicas".

En el libro, señala que la literatura actual en lenguas indígenas es resultado de un complejo proceso que comenzó a darse entre maestros bilingües, promotores culturales, profesionistas e intelectuales originarios de varios pueblos donde se hablan esos antiguos idiomas.
Cabe destacar que aunque hay lenguas indígenas que desde antes ya contaban con escritores contemporáneos, se toma la década de 1980 como el punto de partida de este resurgimiento cultural, con la publicación de libros y folletos, y de textos en revistas y diarios.

Más adelante, en 1993, resalta el surgimiento de la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas, que tiene más de 60 miembros de todo el país. En esa década se instauraron becas del Fonca y premios como el Netzahualcóyotl y el Continental Canto de América.

--En La literatura actual en las lenguas indígenas de México plantea que las dificultades que enfrenta un escritor en lenguas indígenas son mayores que las de un escritor en español, por ejemplo, entre Natalio Hernández, que escribe en náhuatl, y usted, que escribe en español.

--Sí, porque yo escribo de inmediato en lengua española y no tengo ninguna dificultad para tomar una técnica de escritura que ya tiene siglos de empleo. Y tampoco nadie lo duda en Buenos Aires, La Habana o Madrid.

"En cambio, el escritor en lenguas indígenas, hasta este momento, suele aprender a leer y escribir en lengua española, y luego en lengua indígena. Pero además, hay que tomar decisiones sobre qué rasgos del alfabeto latino o qué controles o modificaciones al alfabeto va a requerir o decidir.

La excelencia de esas letras

--Otro problema que varios de ellos han analizado es que la primera versión la escriben en español y luego traducen al respectivo idioma indígena.

--En algunos casos porque, como decía, primero aprendieron a leer y escribir en español. Pero también en ocasiones porque lo que les piden primero como promotores indígenas o bilingües en la SEP, el INAH, el INI o la Dirección General de Culturas Populares, son informes en español.

"Y luego se los piden en lenguas indígenas. Entonces, la vía corta es traducir del español a la lengua indígena, y es ahí donde empieza el conflicto". Y es que en su libro Montemayor menciona problemas como la "contaminación" de la sintaxis del español a las sintaxis de las lenguas indígenas.

Sin embargo, precisa que la mayor parte de los buenos escritores indígenas actuales escriben pensando en su lengua. "Así lo hacen los nahuas Natalio Hernández y Librado Silva; el mazateco Juan Gregorio Regino, los zapotecos Víctor Terán, Víctor de la Cruz y Javier Castellanos; el huichol Gabriel Pacheco; y así lo hacía el maya Gerardo Can Pat. Digamos que gran parte de la excelencia de la literatura en lenguas indígenas se identifica porque se inicia en la misma lengua".
Se le comenta que, por cierto, varios de esos autores han advertido que uno de los retos principales para este siglo XXI es la necesidad de aumentar la calidad de los textos escritos en lenguas indígenas.

Y señala: "No siempre es clara la diferencia entre 'escritura en lenguas indígenas' y 'literatura en lenguas indígenas'".

La riqueza sinfónica de un rezo

Montemayor destaca que la mayor parte de los escritores indígenas actuales que tienen un interés por el rigor idiomático, tienden a acercarse a la plegaria tradicional y estudiarla.

"En el arte de composición de los rezos se encuentran los vestigios más antiguos de la poesía prehispánica. Y ese modelo milenario de composición no sólo lo es en versificación, sino en sintaxis y recurrencia de vocablos ya no tan usuales pero mantenidos por la tradición oral".

Las lenguas indígenas, asegura, tienen una mayor riqueza compositiva que las lenguas modernas europeas como el español, el inglés o el francés. "Se trata de otro orden estético, más complejo, con una gama más amplia de valores sonoros", escribe en su libro. Y resalta en la charla:

Y destaca: "La complejidad del latín y del griego clásicos está más cercana a la complejidad de las lenguas indígenas mexicanas, que también tienen una desigual relación silábica, alturas tonales, rearticulaciones o golpes glutales. Esto permite, por así decirlo, una riqueza sinfónica mayor, intraducible a idiomas con tanta pobreza como las lenguas modernas europeas".

La llamada tradición oral, dice, se apoya en estructuras formales muy maleables pero a la vez bastante estrictas. "La Iliada La Odisea fueron compuestos en verso hexámetro, que sería importantísimo para toda la literatura. Pero que se compusieron antes de la invención del alfabeto y, por lo tanto, son obras de pueblos ágrafos conservadas por tradición oral".

Lo que han encontrado los homeristas, sigue, es que en La Iliada La Odisea el principal elemento de composición es la "elaboración formularia" a partir de "epitetos o construcciones fijas, o de medidas, alusiones o descripciones recurrentes".

Redondea: "Lo que hice fue aplicar el mismo método de análisis de los poemas homéricos a las lenguas indígenas, y el resultado fue increíblemente idéntico. La composición formularia es el arte que ha permitido la transmisión y conservación de las grandes plegarias prehispánicas".

Neruda estaría feliz

Se le comenta a Montemayor que el resurgimiento de las lenguas indígenas no se da sólo en México sino en toda América, y exclama:

"¡Es un fenómeno extraordinario! Creemos que los movimientos indígenas son solamente de resonancia regional. Pero la movilización política, la resistencia armada, la madurez en la vida política, económica y magisterial no es privativa de un solo municipio, región o país.

"La resistencia indígena en Bolivia o Ecuador es impresionante y fuerte. En Ecuador las organizaciones indígenas son las mejor organizadas de toda la sociedad. No hay organizaciones de trabajadores, maestros o campesinos que tengan mejor organización y más peso político que las agrupaciones indígenas.
"Así que estamos ante el resurgimiento de los pueblos indios en todo el continente. Y la literatura forma parte esencial de su vigor, el vigor político, cultural e histórico de esos pueblos.

"Por ello es natural que estén surgiendo estas voces que antes no queríamos oír y que Neruda trataba de escuchar a través de los vestigios del barro, de los tejidos, de las montañas. Pero a Neruda le hubiera sorprendido y agradado saber que esas voces que él empezó a cantar en el Canto general ahora se escuchan en todo nuestro continente y cada vez con mayor fuerza en libros, revistas, diarios." Para Carlos Montemayor, en la medida en que las regiones de México con población indígena sean lo suficientemente ricas o productivas para mantener a sus habitantes activos, habría menos migración y un florecimiento cultural mayor que fortalecería a sus lenguas.
"La educación tendrá que irse modificando en México. Además de estu- diar inglés, los niños mexicanos deberían aprender alguna de las lenguas indígenas predominantes en la región donde habiten." E ilustra: en Yucatán, Campeche y Quintana Roo, deberían estudiar, además de español e inglés, el maya; en la ciudad de México, el náhuatl o el mazahua; en Chihuahua, el raramuri o el tepehuano.

"Esto ayudaría mucho al mexicano a entender las culturas indígenas desde una perspectiva viva y con un respeto mucho mayor. Vincular los sistemas educativos con las culturas y las lenguas de las regiones sería un mecanismo ideal para cambiar la mentalidad racista del mexicano."

Integración y señales del universo

--¿Qué tienen que ofrecer todas estas lenguas indígenas al mundo occidental? --La visión del mundo como un ser vivo, que el planeta está vivo. Y los escritores indígenas enseñan cómo la vida humana está vinculada con la otra vida: la de la naturaleza. El mundo no es el escenario donde la vida humana se desarrolla, sino el aliado que necesita para vivir. Esta es una de las contribuciones fundamentales.

--¿Podría decirse que es un planteamiento humanista, utilizando un concepto occidental? --Claro. Y aquí las culturas indígenas actuales, más que estar cerca de nosotros, están cerca de los antiguos griegos y romanos. Otra contribución son las señales del universo en función del trabajo agrícola: cómo todo el universo está atento a la vida que germina en el mundo.

Aún más, Montemayor comenta que algunos autores han tratado también el tema de la contraposición entre "la vida urbana, racista" y "la vida indígena como opción de vida".

La actual literatura indígena, advierte, "muestra de lleno, sin posibilidad de que nos justifiquemos, la carga racista, incompresiva e ignorante del México moderno ante los pueblos indios.

"Como dije, algunos poetas indígenas van acercándose hacia la composición clásica de las plegarias tradicionales. Y el universo espiritual que hay ahí, la significación de las palabras mismas para el orden del mundo, de la salud, de la vida o de la educación es notablemente bella, poética, luminosa." Carlos Montemayor concluye: "Al igual que en cualquier otra literatura del mundo, hay mucho que aprender de la vida y del ser humano en los escritores en lenguas indígenas".
Autores mayas, zapotecos, nahuas.

La bibliografía de la literatura actual en lenguas indígenas --y trabajos sobre la misma-- es ya considerable. Publicada sobre todo por instituciones educativas y culturales, no es fácil sin embargo dar con esos volúmenes.

Cabe mencionar Los escritores indígenas actuales (Editorial Tierra Adentro, 1992), La situación actual y perspectivas de la literatura en lenguas indígenas (Seminario de Estudios de la Cultura, CNCA, 1993) y la colección Letras Mayas Contemporáneas (con más de 50 títulos y editada con el apoyo del INI-Fundación Rockefeller), de Carlos Montemayor.
In yancuic nahua tlahtolli (Nuevos relatos y cantos en náhuatl) (UNAM), presentados por Miguel León-Portilla, Alfredo Ramírez, Francisco Morales y Librado Silva. El mismo León-Portilla preparó la antologíaYancuic tlahtolli: Palabra nueva (volúmenes 18, 19 y 20 de Estudios de la Cultura Náhuatl, UNAM).

Natalio Hernández publicó con Montemayor Literatura indígena, ayer y hoyLa flor de la palabra. Mientras, Víctor de la Cruz editó Antología de literatura zapoteca (Premiá Editora,1983).
La Dirección General de Culturas Populares del CNCA publicó desde 1994 la colección Lenguas de México y, en coedición con Diana, la colección Letras Indígenas Contemporáneas (1995).
Cuentos mayas (dos tomos, 1985-1986) y Leyendas y tradiciones históricas mayas (ambos de Maldonado Editores-INAH-SEP, 1987), de Domingo Dzul Poot.

Por falta de espacio no se mencionan títulos de libros publicados de manera individual, pero se ofrece a continuación una lista de sólo algunos de los escritores, aparte de los mencionados por Montemayor en la entrevista. No se especifican tampoco géneros, pues muchos escritores dominan varios de ellos. Entre los mayas figuran María Luisa Góngora Pacheco, Andrés Tec Chi, Miguel May May, Jorge Echeverría, Santiago Domínguez Aké y Vicente Canché Móo. O Feliciano Sánchez Chan y Briceida Cuevas Cob. Los chiapanecos escriben en las lenguas mayenses tzotzil, tzeltal, tojolabal, zoque y otras. De ellos puede mencionarse a Jacinto Arias, Enrique Pérez López, Armando Sánchez Gómez, Diego Méndez Guzmán, Isabel Juárez Espinosa y María Roselia Jiménez. Entre los zapotecos están Macario Matus, Francisco de la Cruz, Irma Pineda, Jorge Magariño y Natalia Toledo. Con Rosendo Pineda, Andrés Henestrosa, Pancho Nácar o Gabriel López Chiñas, los zapotecos tienen más de un siglo escribiendo en su lengua materna y en español. Entre los nahuas, que desde la Colonia nunca han dejado de escribir en su lengua, figuran escritores como Ildefonso Maya. Otros son la tarahumara Dolores Batista, el purépecha Joel Torres, el chontal Isaías Hernández Isidro o el ñahñu Jesús Salinas Pedraza.

Se recomienda acudir a la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas, en Eje Central Lázaro Cárdenas, primer piso, frente a la Torre Latinoamericana. Teléfonos: 5521-3356, 5521-3579, 5521-3959. E mail:celiac@conaculta.gob.mx.




Juan Carlos Orrego Arismendi[**]
Otras Voces

RESUMEN

Dos trabajos de tema indígena del escritor cubano Alejo Carpentier (la novela Los pasos perdidos y el relato Los advertidos) han gozado de una recepción entusiasta en la que el autor es visto como “antropólogo”. Dicho reconocimiento, sin embargo, puede ponerse en tela de juicio al examinar las obras –y otras del mismo contexto– a la luz de lo que sería una actitud propiamente antropológica en la narrativa latinoamericana.

PALABRAS CLAVE

Alejo Carpentier, narrativa latinoamericana, Venezuela, indios.



ABSTRACT

Two written pieces on the matter of indigenous peoples by the Cuban writer, Alejo Carpentier (the novel Los Pasos Perdidos and the story Los Advertidos) have led some to give the author the title of “anthropologist”. This title, however, can be called into question when these pieces – and others in the same context – are examined in light of what would be a specifically anthopoligal attitude in Latin American narrative.

KEY WORDS



Alejo Carpentier, Latin American Narrative, Venezuela, Indigenous Peoples.

RESUMO


Dois trabalhos de tema indígena do escritor cubano Alejo Carpentier (o romance Los pasos perdidos e o relato Los advertidostiveram uma recepção entusiasta na qual o autor é visto como “antropólogo”. Tal reconhecimento, no entanto, pode ser colocado à prova ao se examinarem as obras - e outras do mesmo contexto - sob a luz do que seria uma atitude propriamente antropológica na narrativa latino-americana.

PALAVRAS CHAVE

Alejo Carpentier, narrativa latino-americana, Venezuela, índios.

Buena parte de la producción del escritor cubano Alejo Carpentier (1904-1980) se ocupa de lo amerindio, explicándose el protagonismo del tema no tanto en la cuantía de las páginas por él atravesadas como por su significación: bastaría pensar, por ejemplo, que el asunto es capital en Los pasos perdidos de 1953, una novela que Klaus Müller-Bergh (1972, 73) considera el punto central de la obra del escritor, “ejemplo notable de su prosa madura”, teniéndole sin cuidado que allí no estén plasmadas las preocupaciones afroamericanas que han marcado los gestos literarios de Carpentier. También Los pasos perdidos ha llevado a Enrique Ánderson Imbert, al relacionar a los escritores nacidos en las dos primeras décadas del siglo XX, a decir que se trata de “uno de los libros excepcionales de esta generación” (Ánderson Imbert 1993, 225).

Por la misma vía de entusiasmo crítico se ha llegado a la idea de que la perspectiva del cubano representa la mirada aguda de un antropólogo, como lo sugieren –e incluso declaran– académicos como Roberto González Echevarría, Alejandro Cánovas Pérez y Mercedes López-Baralt. Sin embargo, una consideración detenida de algunos aspectos de Los pasos perdidos, así como de otros escritos arraigados en la misma comarca temática, acaso permita acceder a una nueva impresión en torno a lo que habría –o no– de antropólogo en las páginas de Carpentier. El escritor cubano habría plasmado motivos y escenas de la vida india con intención más artística que científica; la importancia antropológica de su obra residiría sobre todo en el hecho de que la suya es la voz de un “nativo” americano creador de discurso, más que en sus pretendidos aportes a la comprensión de la vida indígena de las tierras bajas venezolanas. El presente artículo aporta elementos que permiten sopesar dicha hipótesis con mayor conocimiento de causa.

Lo indígena en la obra de carpentier


No cabe duda de que la novela Los pasos perdidos y el relato Los advertidos (1967)[1] son, en lo que respecta a la ficción, las obras de Carpentier en donde lo indígena se sitúa en el corazón de lo narrado o es, en sí mismo, lo narrado. En la novela, un compositor e investigador musical innominado viaja a una selva presumiblemente suramericana (sólo una confesión del mismo Carpentier, en nota de cierre, aclarará que se trata de tierras vecinas al río Orinoco, en su curso venezolano), en busca de una colección de instrumentos musicales indígenas. En Los advertidos se ofrece una versión orinoquense del mito del diluvio protagonizada por Amaliwak, un héroe –de acuerdo con lo que allí se narra– común a diversas naciones indias: shirishan, wapishan, piaroa y guahíba (Carpentier 1981, 145). Esta aventura se presenta como la parte americana de una historia mayor en la que convergen los respectivos navegantes de otros panteones mitológicos, como Noé, Deucalión y Utnapishtim.
Más allá de esas dos piezas habría que inventariar, a pesar de su distinta intensidad, la presencia de lo indígena en El Siglo de las Luces, de 1962, en cuyo capítulo XXXIV se noticia una interrumpida migración caribe desde la cuenca del Orinoco hacia las Antillas; asimismo, el motivo de la representación del esplendor azteca en el teatro europeo, como se deja ver en Concierto barroco, de 1974; y, desde la compungida perspectiva del Colón de El arpa y la sombra, de 1979, las estampas de unos americanos descubiertos en medio de las leyendas deformantes y luego sometidos a la trata infame. Lo indígena también aparece en los ensayos producidos por Carpentier a propósito de sus viajes a la selva venezolana, mismos que engrosan la serie Visión de América y que fueron publicados en 1947 en el periódico caraqueño El Nacional.[2] Tampoco puede olvidarse un número importante de columnas de prensa donde, por ejemplo, se destaca el saludo optimista con que el cubano recibe las noticias de la arqueología mesoamericana.

Como decíamos, Los pasos perdidos Los advertidos son las piezas más significativas de ese bloque temático, y no sólo por la importancia con que allí se erige el asunto amerindio: también, por el fuerte vínculo que, mediando entre ambas obras, las deja ver como un paquete de plasmaciones del mismo ámbito geográfico. En la novela y en el relato se divulga buena parte de las impresiones e investigaciones nacidas del viaje que Carpentier hiciera por la amplia región del sur y sudeste venezolanos en 1947, y donde el río Orinoco fue uno de los principales ejes; de hecho, la segunda etapa de la correría –que incluyó inicialmente un viaje aéreo hasta la lejana Gran Sabana– deparó al escritor el remonte del cauce entre Ciudad Bolívar y los raudales de Atures (Müller-Bergh 1972).

Consecuencia del común escenario es que las dos obras compartan las mismas referencias étnicas, básicamente, a los grupos piaroa y shirishana. Sin embargo, se proponen varios modos de relación entre ellas: la aventura del musicólogo de Los pasos perdidos plasma un modelo descriptivo y materialista que propone a los piaroa (cercanos al Orinoco) como el escaño sedentario de un fresco evolucionista en el que los shirishana (localizados hacia las cabeceras del Caura, mucho más al este) ocupan el inferior nivel de un nomadismo al desnudo. Mientras tanto, en Los advertidos, el mito náutico de Amaliwak aparece como una tradición común a un área que parece fundir –al menos desde un punto de vista cosmogónico– las dos comarcas culturales. Pero la relación entre ambas perspectivas debe ser entendida no como ruptura sino como continuidad –esto es, como la natural transición entre un abordaje economicista de la vida de unas tribus que luego habrán de ser exploradas en su íntima mitología–, lo que de algún modo se intuye a partir del hecho de que el relato de 1967 ya aparezca en germen en la novela de 1953, de acuerdo con esta noticia del anónimo investigador musical:
    Una explicación inesperada viene, de pronto, al encuentro de mis escrúpulos: un día, al regresar de un viaje –cuenta el Fundador–, su hijo Marcos, entonces adolescente, le dejó atónito al narrarle la historia del Diluvio Universal. En su ausencia, los indios habían enseñado al mozo que esos petroglifos que ahora contemplábamos, fueron trazados en días de gigantesca creciente, cuando el río se hinchara hasta allí, por un hombre que, al ver subir las aguas, salvó una pareja de cada especie animal en una gran canoa. Y luego llovió durante un tiempo que pudo ser de cuarenta días y cuarenta noches, al cabo del cual, para saber si la gran inundación había cesado, despachó una rata que le volvió con una mazorca de maíz entre las patas. […] Pensando en los Noés de tantas religiones, se me ocurre objetar que el Noé indio me parece más ajustado a la realidad de estas tierras, con su mazorca de maíz, que la paloma con su ramo de olivo, puesto que nadie vio nunca un olivo en la selva (Carpentier 1979, 200).
El fresco de los “Noés de tantas religiones” se dibujará con detalle en Los advertidos, y la narración tendrá como punto de partida y llegada, precisamente, el episodio del héroe indígena.

Alejo Carpentier, antropólogo


La incursión de Carpentier en tal capítulo de la vida indígena ha hecho que varios estudiosos de su obra lo distingan, sin ambages, como antropólogo. Uno de los más vehementes en ese sentido es Roberto González Echevarría, quien en Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana (2000) reserva para el escritor cubano un lugar especial en su tesis de que la narrativa del continente ha llevado a cabo, durante cuatro siglos, un trabajo de mímesis de discursos de autoridad en el que se busca fundar la convicción de la singularidad histórica y cultural de la región. Así, Inca Garcilaso de la Vega parodiaría, en sus Comentarios reales, de 1609-1617, la retórica notarial en que se escribían los documentos que permitían la existencia jurídica de América. Varios siglos después, autores como Domingo Faustino Sarmiento y Euclides da Cunha imitarían el prestigioso discurso de los naturalistas y exploradores que se habían encargado de describir, sistemáticamente, el territorio y recursos de las jóvenes repúblicas del siglo XIX. Finalmente, avanzado el siglo XX, los narradores latinoamericanos replicarían los modos del discurso antropológico, para entonces maduro en la conciencia de la complejidad cultural y polifónica del subcontinente. De acuerdo con el crítico, este tercer momento se iniciaría propiamente con Los pasos perdidos, superada una fase en que el influjo antropológico se había sentido, con cierta rudeza ortodoxa, a través de una modalidad “filológica” caracterizada por la recuperación costumbrista del folclor y el habla vernácula propia de novelas regionales como La vorágine, de 1924, Don Segundo Sombra, de 1926, y Doña Bárbara, de 1929 (González Echevarría 2000).

González Echevarría ve en Los pasos perdidos la obra literaria inaugural entre las que beben, tanto en el discurso como en el planteamiento, de los problemas nodales que preocupan a la antropología contemporánea. Al fin y al cabo, la novela pone en jaque el discurso hegemónico: aparte de que el musicólogo siente dentro de sí los compases de la inocultable decadencia de un Occidente que ahora debe confrontarse con sólidas cosmovisiones indígenas, media también el hecho de que en Santa Mónica de los Venados se establecen, en cuadernos cuyas letras a lápiz no son propiamente indelebles, los estatutos de una nueva civilidad. Además, la historia pone en marcha la idea de que a todo subyace un mito: tal podría ser el valor alegórico de los cuadernos en donde el Adelantado ha consignado, desde un momento cero, los hechos que componen lo que ha sido y es la vida en una arquetípica aldea selvática.

El crítico apunta que el trabajo de preparación de la temprana ¡Ecué-Yamba-O!, de 1933, llevó a Carpentier a fungir de etnógrafo clásico ante los cultos ñáñigos, “con cuaderno y pluma para registrar la música y los mitos representados” (González Echevarría 2000, 218). Pero, más allá de eso, no se invoca la producción de un tema afroamericano para fortalecer la certificación antropológica de Carpentier. La omisión no deja de ser llamativa, si se considera que, por ejemplo, en el famoso prólogo a El reino de este mundo, de 1949 –que virtual-mente pare el concepto de lo “real maravilloso”–, la maravilla no equivale a elementos propios de una literatura deliberadamente “arreglada” sino a la plasmación de un hecho que, aunque a primera vista parece inaudito, se hace real en función de la creencia colectiva que lo soporta (Carpentier 1984a). Se trata, ni más ni menos, de la misma reflexión que el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski introduce en Argonauts of the Western Pacific, de 1922, a propósito de la realidad en algún grado proyectada por toda creencia; una reflexión sobre la inserción social de los corpus de tradiciones lingüísticas que, al menos parcialmente, anticipa el estructuralismo levistraussiano de la segunda mitad del siglo XX.[3]

Es importante aclarar que, en las consideraciones de González Echevarría, Carpentier aparece como algo más que un escritor influido por la antropología: se lo considera, específicamente, un antropólogo. Esto se evidencia en varios puntos, entre los que es apenas marginal aquel en que, al referirse el crítico a la ¡Ecué-Yamba-O!, la describe no como una novela con tema de interés para la antropología sino, directamente, como un “estudio etnológico de los negros cubanos” (González Echevarría 2000, 40). Concentrado en Los pasos perdidos, González Echevarría define el proyecto viajero del protagonista como “el de un antropólogo”, e inmediatamente, a través de la lógica de simetría desprendida de la comparación de la novela con la autobiográfica Tristes tropiques, de 1955, de Claude Lévi-Strauss, acomoda al mismo Carpentier en la posición de “un antropólogo formado en los años de la vanguardia que cuestiona el estado de su disciplina y el suyo propio en el momento en el que la etnografía estaba pasando por una crisis que socavó severamente su discurso” (González Echevarría 2000, 43). No se pierda de vista que un par de páginas atrás, en su tratado, González Echevarría había situado al escritor cubano como compañero de Miguel Ángel Asturias, estudiante de etnología en París bajo la tutoría de Georges Raynaud (González Echevarría 2000, 40).[4]

También Mercedes López-Baralt, en Para decir al Otro. Literatura y antropología en nuestra América (2005), tiene noticia de un Carpentier que toma cursos de etnología en la Sorbona. Pero es mucho más significativo que esta crítica portorriqueña, en su trabajo sobre la comunión entre las escrituras de literatos y antropólogos en América Latina, establezca que el cubano se convierte en “antropólogo o etnohistoriador” al esforzarse en un examen del pasado americano, con el fin de estudiar la naturaleza humana; una indagación que incluso rotula con el título de uno de los cuentos del mismo Carpentier, hablando del “viaje a la semilla de la literatura hispanoamericana del siglo XX” (López-Baralt 2005, 59). Su nómina de antropólogos en la literatura contemporánea –esto es, quienes han viajado hasta el pasado prehispánico o colonial de América para reescribirlo como medio para comprender la diferencia cultural– incluye narradores, poetas y ensayistas, y pasa por figuras –además de la muy evidente de Alejo Carpentier– como José Santos Chocano, José Vasconcelos, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Augusto Roa Bastos, Abel Posse, Juan José Saer y Eduardo Galeano, entre otros (López-Baralt 2005, 33-34).

Finalmente, considérese como complemento de este breve recuento de titulaciones honoris causa para Carpentier que Alejandro Cánovas Pérez, en un estudio sobre Los advertidos, lo llama “culturólogo” (Cánovas Pérez 2000, 184), al concluir que el ensamblaje narrativo de los diversos mitos sobre un diluvio universal no hace otra cosa que establecer un marco de referencia plural para sopesar experiencias significativas que atañen a la especie humana. Su reflexión es, de hecho, grandilocuente:

    […] las diferentes formas del Diluvio universal confrontadas en el relato se encuentran en función de mostrar una teoría cultural que trasciende Los advertidos y hace de esta joya narrativa un clásico de la narrativa latinoamericana del siglo XX. Se trata de que ninguna cultura es superior porque cree poseer la verdad absoluta sobre los conocimientos humanos […] pues, no existen las verdades absolutas en el terreno del saber: el único reconocimiento válido es el convencimiento de la relatividad de toda creencia, tradición, sabiduría, compartidos por igual –también con sus errores– por todos los hombres(Cánovas Pérez 2000, 189).

No se olvide que el antropólogo norteamericano Leslie A. White (1974, 314) estableció la “culturología” como la “rama de la antropología” que entiende la cultura como un orden de fenómenos autosuficiente, regido por leyes y principios propios y, en esa medida, proclive a un examen relativista que desdeña la asunción de valores absolutos.


La verdad de un “viaje a la semilla”


Un examen apenas somero de las ideas que incluyen a Alejo Carpentier en el ejercicio de la antropología deja ver alguna ligereza en las pretensiones de los comentaristas. De entrada, por ejemplo, se hace evidente que no hay una “teoría cultural” en el dibujo argumental de Los advertidos, y que es más probable que el esfuerzo de comprensión culturológica emane de Cánovas Pérez, situado fuera del texto, y no del ensamblaje de los diferentes lances mitológicos, sugestivo en sí mismo pero no al punto de configurarse como una “teoría” (lo que obligaría, por ejemplo, a identificar a los indios bororo del chaco brasileño como los autores de la teoría levistraussiana del parentesco). Por su parte, en la reflexión de López-Baralt es excesivo –sin importar su efectismo– el uso metafórico del rótulo “viaje a la semilla”: el gesto de indagar sobre el pasado prehispánico o la fundación de la América colonial, convencionalmente satisfecho con “viajar” hasta los documentos del período interrogado, no equivale necesariamente a la magistral estrategia de Carpentier de caminar en una minuciosa marcha hacia atrás, imposible y gradual, hasta un punto cero que en sí mismo no hay que comprender una vez se ha alcanzado como meta.

Sin embargo, esas objeciones son apenas reparos protocolarios. Mucho más definitivo será analizar con detenimiento lo que hay al otro lado del viaje bibliográfico emprendido por el novelista cubano, quien acometió su tarea literaria no sólo con el bagaje de su experiencia viajera sino con la amplia lectura de algunas fuentes clásicas de la historia orinoquense. Asimismo, interesa establecer hasta qué punto la manifestación de un discurso plural se configura en Carpentier como mímesis del punto de vista de la antropología contemporánea, tal como lo pretende González Echevarría al distinguirlo como antropólogo.

De acuerdo con una nota de prensa citada por Klaus Müller-Bergh (1972), el viaje de Carpentier en su remonte del Orinoco apenas llegó hasta los raudales de Atures. Eso significa que la navegación del personaje de Los pasos perdidos supera esa meta en, aproximadamente, un centenar de kilómetros más hacia el sur (los que van hasta poco más allá del encuentro del Orinoco y el Vichada), y ello sin contar el desvío por el caño de la Guacharaca hacia el este, que habrá de conducir a la lejana Santa Elena de Uairén, esto es, la misma Santa Mónica de los Venados, de acuerdo con la aclaratoria “Nota” ubicada al cierre de la novela. Había, entonces, por qué beber de fuentes escritas que complementaran lo que no podía proporcionar la propia experiencia: el escritor había surcado parcialmente el río, y poco antes había estado en Santa Elena de Uairén, gracias a un elíptico viaje en avión. El Orinoco ilustrado, de 1741, del padre Joseph Gumilla y Le voyage aux régions equi-noxiales du Nouveau Continent (1807-1825) de Alexander Von Humboldt serán las obras privilegiadas en dicha investigación, como dejan claro los elementos servidos por la novela: los instrumentos indígenas que el musicólogo recuerda haber conocido en un viejo tratado del padre Servando de Castillejos, en particular, “la famosa jarra con dos embocaduras de caña, usada por ciertos indios en sus ceremonias funerarias” (Carpentier 1979, 25), se exhiben en un grabado de la obra de Gumilla. Allí, la jarra se describe en los mismos términos usados en Los pasos perdidos: “Luego resonó repentinamente una inaudita multitud de instrumentos fúnebres, que jamás habíamos visto ni oído: […] la tercera clase resulta de unos cañutos largos, cuyas extremidades meten en una tinaja vacía de especial hechura: y ya no hallo voces con qué explicar la horrorosa lobreguez y funesto murmullo, que del soplo de las flautas resulta, y sale de aquellas tinajas” (Gumilla 1791, 192-193).

En lo que respecta a Humboldt, en sus páginas se encuentra una noticia sobre petroglifos asociados al mito tamanaco de Amalivaca (las marcas en la piedra habrían sido trazadas al paso de la piragua-arca, cuando el nivel de las aguas casi emparejaba las cimas rocosas), que concuerda con la explicación que sobre el hecho le es ofrecida al musicólogo por sus compañeros de viaje. Por lo demás, el explorador alemán habla específicamente de cierto accidente geográfico ligado al mítico personaje (“En esta cueva de la llanura de Maita enseñan también una gran piedra que, según los indios, fue un instrumento musical de Amalivaca, su tambor” [Humboldt 2005, 370]), al que no siempre se alude en otras versiones de la historia del diluvio orinoquense, y que Carpentier incluye en los primeros párrafos de Los advertidos: “los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por […] su poder de haber alzado, allá arriba, en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak” (Carpentier 1981, 142). Poco queda por argumentar a favor del vínculo entre el cubano y el alemán, si se tiene en cuenta la confesión de Carpentier, en una entrevista concedida a Ramón Chao, de que la “leyenda de Amalivaca que señala Humboldt” lo había dejado “asombrado” (Carpentier, citado en Chao 1985, 124).
Pero que sea indiscutible la visita practicada por el escritor cubano a las páginas de Gumilla y Humboldt no lo dice todo a propósito del sentido en que fue usada la información bebida. Es apenas un detalle, explicado por la autonomía de las “geografías literarias”, que Carpentier ubique en Santa Elena de Uairén-Santa Mónica de los Venados lo que Humboldt describió para dos lugares situados, con mucha diferencia, más al noroeste: a la vera del Orinoco, cerca de su reunión con el Apure (lo que, en términos etnológicos, significa situar una tradición tamanaca en tierras arekunas; pero, efectivamente, según el mismo Carpentier [1999, 40], existe una variante en la saga de Macunaima, héroe del Roraima).

Modificaciones quizá más significativas tienen lugar a propósito de la crónica de Gumilla. De entrada, algo que podría tomarse como un prurito de rigor científico hace que, en la citada nota aclaratoria de Los pasos perdidos, el escritor cubano denomine como piaroas a las gentes depositarias de los instrumentos musicales perseguidos por el protagonista: Carpentier estaría reemplazando la muy general denominación de sálibas (una denominación global de tronco lingüístico), usada por Gumilla, por la marca étnica moderna de un grupo humano que puede distinguirse como comunidad asentada sobre un territorio específico, y de la cual ya son visibles, en el siglo XX, trazas de mestizaje (Mansutti s. f.). Sin embargo, otras anotaciones de Gumilla son acogidas sin ningún afán de actualización, y, así, el novelista no tiene problema en apropiarse de la idea materialista, de prejuiciado progresismo, de que unas naciones poseen cultura más elaborada que otras, como se deduce del contraste entre los indios que poseen los instrumentos y aquellos nómadas de quienes el musicólogo escucha el sobrecogedor “treno”; una transición dramática en los términos del cubano: “Hemos salido del paleolítico […] para entrar en un ámbito que hacía retroceder los confines de la vida humana a lo más tenebroso de la noche de las edades” (Carpentier 1979, 184). Además de esto, Carpentier usa con libertad los indicios de la etnografía del misionero: éste habla de la inocencia de saberse desnudos como propia de todos los indios del Orinoco, mientras que el otro reduce ese rasgo para sus atávicos shirishana; Gumilla aclara que los indios, contra lo que se cree, no comen tierra sino un amasado de maíz madurado en agujeros practicados en el suelo selvático, mientras que Carpentier señala enfáticamente que, en su vida precaria, los nómadas sí la comen.
De todo ello viene a resultar en Los pasos perdidos un deliberado dibujo evolucionista: hacia las riberas del Orinoco se está más cerca de los usos de la civilización, mientras que campea el salvajismo hacia las cabeceras del Caura (por lo demás, es diciente que en la dicotomía subyazgan, incluso, los términos Occidente-Oriente). Carpentier parece prestar atención a todos los datos que validen ese orden de cosas: es revelador que se refiera a dos enanos monstruosos – “larvas humanas” (Carpentier 1979, 185)– capturados por los shirishana en la misma zona en donde –de acuerdo con un ensayo de Enrique Bernardo Núñez que Carpentier (1999) confiesa haber leído– sir Walter Raleigh reportó la existencia de seres deformes con las fauces en medio del pecho (Núñez 1987, 250). Por supuesto, los engendros capturados por los nómadas de Caura representarían, a su vez, un escalón inferior de probidad humana y cultural.

Pero, ¿a qué conduce ese paradigma evolucionista, esa clasificación que va de la humanidad a la bestialidad, pasando por diversas modalidades de aprovisionamiento cultural? Sin duda, no a una comprensión de lo indígena: el siglo XX ya no cree en una perspectiva que, basada en las modalidades de la vida en Occidente, arroje clasificaciones graduales de la cultura. Aun para Roberto González Echevarría (2000) es claro que son proyectos en declive aquellos que, en pleno siglo XX, se interrogaban por el hombre echando mano del positivismo evolucionista. Y ni siquiera vale como atenuante, a favor de Carpentier, el saborrousseauniano spengleriano de su fresco evolucionista, en donde la posibilidad de la felicidad social parece alimentarse en el subsuelo de los sencillos modos de vida pretéritos: seguiría siendo la suya una plasmación de la cultura reduccionista, comprometida con alguno de los extremos de la serie monolítica de estadios de desarrollo.
Dicha visión de una finalidad de la historia –en este caso, de signo negativo[5]– aleja al novelista cubano de la antropología que era vigente en el momento de surgir Los pasos perdidos: el estructuralismo de Claude Lévi-Strauss, desde cuya óptica no hay ninguna evolución de la cultura –ni en uno ni en otro sentido– sino un collage horizontal de respuestas humanas, indistintamente eficientes, para las que se ha echado mano de los universales recursos mentales de la especie.[6] Incluso, persuadido de ello, el célebre antropólogo francés rechazó, en La pensée sauvage (publicado originalmente en 1962), las consideraciones sartrianas a propósito de la vocación que tendría la historia de favorecer la causa revolucionaria. El entusiasta “viaje a la semilla” gracias al cual el protagonista de Los pasos perdidos pretende alcanzar al músico puro que esconde la maraña selvática se ve puesto en jaque a la luz de las reflexiones de Lévi-Strauss, quien nunca ha creído que alguna vez el hombre haya dejado de ser salvaje, y para quien la oposición entre naturaleza y cultura apenas ofrece un “valor metodológico” (Lévi-Strauss 1994, 358). La semilla por descubrir está en cada uno de nosotros y no entre los bosques como una cosa perdida, y, sin embargo, el fracaso del musicólogo –¿la reflexión antropológica de Carpentier?– estriba en que su ser se apoya unilateral y decididamente en los únicos elementos que le ha legado su vida occidental: papel y tinta.

Caminando sobre la cuerda floja la posibilidad de que Carpentier pretenda reunir, con rigor, los insumos que le permitan arribar a alguna comprensión autorizada de lo humano, sólo queda pensar que Gumilla y Humboldt aparecen, de cara a su obra literaria, como fuentes cuyos motivos pueden ser usados, sugestivamente, en proyectos esencialmente narrativos; si se quiere, como recursos de naturaleza estética, antes que antropológica. El tratamiento del mito de Amaliwak es significativo a este respecto, en la medida en que el ensamblaje ofrecido en Los advertidos es a todas luces una creación libre alimentada por la personal lectura de varios documentos, y no, como pretende Alejandro Cánovas Pérez, una teoría cultural.

Una de las primeras noticias sobre Amaliwak procede de los escritos del misionero Felipe Salvador Gilij, particularmente, delEnsayo de historia americana. Allí, la figura del héroe tamanaco –a quien se nombra como Amalivacá– es interpretada por el religioso como “Ser supremo”, creador de la tierra (Gilij 1965, 29). Mientras tanto, en Los advertidos Amaliwak no es “un dios cabal” (Carpentier 1981, 142) sino un hombre, perfil profano que se subraya con la atribución de un rasgo pintoresco: ama, como Noé, las libaciones embriagantes. Este último dato no parece proceder de ninguna versión del mito, antojándose apenas como una funcional “broma” de Carpentier ante la necesidad de unificar las estampas de los diversos “Noés de tantas religiones”. Sin embargo, ¿se manifiesta allí, apenas, una espontánea ocurrencia del escritor cubano? Es difícil pasar por alto una reflexión del padre Gumilla sobre lo que él considera como fatal beodez amerindia, pasaje en donde se establece una pintoresca relación entre las costumbres indígenas, el licor y la narración bíblica del diluvio universal, y que en algún grado pudo mediar en el gesto plasmador de Carpentier:
    Digo lo primero, que los Indios son hijos de Chám, segundo hijo de Noé, y que descienden de él al modo que nosotros descendemos de Japhet, por medio de Tubal, Fundador ó Poblador de España, que fué su hijo, y nieto de Noé, y vino á España año 131 despues del Diluvio Universal. […] Añado más: todos los Européos, que han estado y están en ambas Américas, saben que el vicio mas embebido en las medúlas de los Indios, es la embriaguéz: es el tropiezo más fatál y comun de aquellos Naturales; y también echo yo á Chám la culpa de esta universal flaqueza de los Indios, como la desnudéz que de su propio genio han gastado y aun gastan los gentiles Americanos. Hizo Chám burla de su padre Noé, por verle desnudo: (así encontramos las Naciones silvestres del nuevo Mundo) hizo donaire de la casualidad, por la qual dormía; y en virtud y fuerza de la maldicion, lo que fue una casualidad en Noé, pasó casi á naturaleza en los Indios, hijos de Chám, segun el hipo y ansia con que beben: y aquella breve desnudéz de Noé pasó á moda de los mismos, y á trage ordinario el no vestirse: ahora vean los curiosos, ¿si se hallará gente alguna en lo descubierto, á quien tan lleno toque, y se verifique la maldición que su padre echó a Chám? (Gumilla 1791, 115-117).
Sesgado hacia un bricolaje de elementos culturales orinoquenses y bíblicos, el escritor preferirá, con la misma lógica, acomodar el Génesis como asiento del trascendental viaje de Los pasos perdidos: el último círculo de aquel periplo a contrapelo de la historia no es otro que un escenario de formas minerales que al musicólogo se le antoja denominar “el mundo del Génesis, al fin del Cuarto Día de la Creación” (Carpentier 1979, 189). Y, por supuesto, la compleja fusión de las aventuras de los diversos “Noés” de la mitología universal tampoco nace de alguna de las versiones del mito americano sino que tiene su origen, muy probablemente, en un sugestivo apunte de Humboldt a propósito de las rocas de la Encaramada en donde reposan los jeroglíficos que, al decir los nativos, son las reliquias de Amalivaca: “Esta montaña es el Ararat de los pueblos arameos y semitas, y el Tlaloc o Colhuacán de los mejicanos” (Humboldt 2005, 370). Carpentier parcialmente roba esas palabras en uno de sus escritos sobre el Orinoco: “Todavía se muestran, en cercanías de la dramática Sierra de la Encaramada, Monte Ararat de los indios tamanacos, dibujos trazados a considerable altura por una misteriosa mano” (Carpentier 1999, 30). En suma: los tiempos y espacios míticos del Orinoco se evocan como pedazos de la antigua religión de los hebreos.

A modo de balance, habría que anotar que si, por un lado, es antropológicamente obsoleta la pintura evolucionista que el escritor cubano propone para pensar el orden de cosas cultural de la selva sudamericana (una selva que en Los pasos perdidos se adscribe a la solemnidad del arquetipo), por otro, resulta que las plasmaciones de autor que incluyen tradiciones indígenas no redundan en favor de ninguna comprensión de la diversidad étnica, y ello porque las transformaciones de los mitos llevan en su entraña la irrupción, nuevamente, de valores y puntos de vista occidentales (o que subyacen visceralmente a esos puntos de vista). No hay, pues, una irrupción significativa de voces de la alteridad en el discurso de Carpentier: la sensación de pluralidad es apenas retórica, pues el autor sacrifica las cosmovisiones para pulir sus relatos.[7]

Dos novelas antropológicas de venezuela


Si de coleccionar sugestiones se trata, tanto da para Carpentier la fuente historiográfica o etnográfica como la literaria; incluso, ésta es dominante en algún sentido, como lo deja ver la revisión de dos novelas venezolanas publicadas en la década previa a aquella en que el escritor cubano se radicó en Caracas: Cubagua, publicada en 1931, de Enrique Bernardo Núñez y Canaima de Rómulo Gallegos, publicada originalmente en 1935.

Prueba de que Alejo Carpentier conoció la obra del escritor y periodista valenciano Enrique Bernardo Núñez (1895-1964) es, como ya se insinuó, una alusión a su ensayo Orinoco, de 1943, en uno de los artículos de la serie Visión de América. Pero, más allá de eso, varios indicios avalan la sospecha de que el cubano haya hecho una lectura muy interesada de la más conocida novela de Núñez, Cubagua, ocupada en narrar la experiencia del ingeniero Ramón Leiziaga en las islas Margarita y Cubagua, donde visita los contextos de recolección de perlas y donde, a través de una particular experiencia en la segunda isla, entra en contacto con el pasado colonial y con antiguos ritos indígenas donde, de acuerdo con el narrador, se expresa “el secreto de la tierra” (Núñez 1987, 25).

En Cubagua aparece nuevamente el mito de Amalivaca, esta vez narrado desde el punto de vista de una suerte de sosia cósmico: Vocchi –Uochí de acuerdo con Gilij (1965), quien lo identifica como hermano de Amalivacá–. Y es muy significativo –más que la aparición de un motivo que, a fin de cuentas, es relativamente común en la literatura venezolana– que Núñez describa a Vocchi como nacido en Lanka, viajero por Mesopotamia y Samarcanda antes de asumir su destino americano: ni más ni menos, habría allí una nueva y directa insinuación de la historia de los múltiples navegantes –culturalmente complementarios– del diluvio universal, dictada casi en los mismos términos de Humboldt.

Lo anterior, sin embargo, es tan puntual que resulta, quizá, apenas anecdótico. Mucho más revelador es que, en busca de los personajes indios gracias a los cuales se plasmará buena parte de la tesis de la novela, Núñez practique un auténtico “viaje a la semilla” en términos carpenterianos: sin declararlo directamente, la novela opera un retroceso en el tiempo, en la medida en que Leiziaga va desplazándose de Margarita a Cubagua y, una vez allí, va recorriendo diversos asentamientos. Así, si al principio se asistía a la vida moderna en una Margarita que busca sacudirse de la inercia que la adormece en una época de indiscutidos avances tecnológicos, la llegada a Cubagua obliga a la pintura de un escenario intensamente colonial que, en algún momento, es de nuevo la Cubagua del siglo XVI, henchida de aventureros obsesionados por ensueños dorados. Uno de los personajes, fray Dionisio, recorre todas las épocas como eje de la continuidad no sólo narrativa sino de espacios y tiempos; un comentarista de la novela ha escrito que dicho personaje es “eslabón, justificación, ejemplo y guía para entender este complicado y mágico texto” (Larrazábal Henríquez 1987, XXI). Pero no sólo ocurre que la persistencia inaudita de fray Dionisio sea el indicio que permite establecer la deliberación del “viaje a la semilla” emprendido en Cubagua, sino que él, unido a otros personajes –Antonio Sedeño, réplica moderna del conquistador Antonio Cedeño, o Pedro Cálice, indio enigmático en que sobrevive el milenario secreto de la tierra indígena–, configura, asimismo, la mitopraxis[8] que se reitera en Los pasos perdidos cada vez que el musicólogo cobra conciencia de que él, el Adelantado, fray Pedro, Rosario y los indios que los acompañan en el viaje hacia Santa Mónica de los Venados son, de nuevo, una avanzada de tiempos de la Conquista o, mejor, el arquetipo de esa avanzada.

Finalmente, gracias a una experiencia sobrenatural –¿razón para postular un temprano realismo mágico?–, Leiziaga presencia un areito indio que incluye algunas canciones funerarias, y que será parte del “secreto de la tierra” por descubrir –más que el oro o los diamantes de la obsesión de El Dorado–: la serenidad india ante los ciclos inevitables de las cosas, la silenciosa convicción de que cada parte sobrevive en las demás. En Los pasos perdidos el musicólogo vive el clímax de su aventura cuando, al asistir al estridente lamento funerario de un hechicero selvático, cree entender un especial sentido de la experiencia musical; sin embargo, a diferencia de Leiziaga, no hay para él una revelación que ilumine la vida del otro: como un explorador más, el investigador protagonista va en pos de un Dorado particular ligado a los secretos de su oficio y al modo como éste se entiende en Occidente (no por otra razón el resultado de todo su periplo es –o iba a ser– una pieza escrita con convenciones de academia musical y pensada para ser ejecutada en la civilización).

También Canaimaes la historia de un aventurero –Marcos Vargas– en territorio indígena, donde la explotación del caucho y otros recursos selváticos es el pretexto para que se establezcan complejas pretensiones y pugnas sociales. Por supuesto, la proyección venezolana y latinoamericana de Rómulo Gallegos por los días de la residencia caraqueña de Carpentier permite dar por descontado el conocimiento que éste tendría de la obra general de aquél. De todos modos, vale la pena recordar que, en cierta conferencia famosa leída en Yale, el cubano se refirió a las siniestras premoniciones sociológicas que creía ver en Doña Bárbara(Carpentier 1984b, 26); asimismo, en “Ciudad Bolívar, metrópoli del Orinoco” –uno de los artículos de Visión de América– Carpentier transcribe un breve pasaje del capítulo III de Canaima, donde se describen los almacenes de Upata que proveían a los explotadores de caucho y minerales: “Se vende de todo, al por mayor y al detalle: víveres, telas, calzados, sombreros, ferretería, talabartería, quincalla” (Carpentier 1999, 60; Gallegos 1977, 67). Pero hay más vínculos entre los relatos de tema indígena de Carpentier y las páginas de Canaima.
En las páginas inaugurales de la novela de Gallegos se establece un escenario orinoquense en donde la selva, la tradición bíblica y el sentido de la cronología histórica forman un todo complejo que, inobjetablemente, prefigura el que se propone en Los pasos perdidos: en efecto, en Canaima se lee que en las enmarañadas riberas del gran río se erige todavía “el primaveral espanto de la primera mañana del mundo”, y también que, cuando una embarcación remonta el cauce, “su marcha es tiempo, edad del paisaje”; selva adentro, en la mayor intimidad boscosa, habrá un lugar en donde la vida animal permanece “increada todavía” (Gallegos 1977, 17 y 262). Los indios habitan entonces las regiones en donde la historia se reduce a cero –“[…] los aborígenes, para quienes no ha pasado el siglo y pico de la república” (Gallegos 1977, 28)–, donde la comunión con los mitos es intensa: uno de ellos, como podría preverse, es el de Amalivac ([Gallegos 1977, 102]; nótese que, confrontada con otras, esta grafía del nombre del héroe es la más cercana a la de Amaliwak usada por Carpentier en Los advertidos). También, con la sugestiva fuerza de lo tradicional, hay una danza fúnebre guaraúna que conmueve a Marcos Vargas (Gallegos 1977, 310-312).

Quizá no sea gratuito, en el contexto del vínculo entre Carpentier y Gallegos, que en Canaima aparezcan, con una variante tenue, las denominaciones étnicas reveladas por el cubano en el colofón de su novela; al fin y al cabo, ninguna de las fuentes examinadas en los párrafos anteriores incluye ambas referencias. Gallegos habla puntualmente de “piaroas” (Gallegos 1977, 370) y “serisañas”, y lo que anota sobre estos últimos es significativo: “[…] el Caura, por donde andan las tribus errantes de los serisañas” (Gallegos 1977, 372). Si se recuerda el itinerario del viaje del escritor cubano por el Orinoco –una travesía, al parecer, predominantemente ribereña– podrían asociarse la imposibilidad de que Carpentier conociera lo que había en las intrincadas selvas arraigadas al este del río y la llamativa noticia de Gallegos sobre el contenido étnico de tales confines: como si lo propuesto en Los pasos perdidos se apoyara en la complementaria información ofrecida por Canaima.[9] Eso sí, no puede descartarse que el cubano hubiese bebido en otras fuentes al imaginar sus novelescos shirishanas –tanto su ubicación como su vida nómada–: en otro artículo de Visión de América hace gala del conocimiento de que los shirishana y wapishana habían sido desplazados, por otras oleadas indígenas, hacia las cabeceras del Caura y otros ríos (Carpentier 1999, 45).
Tanto Enrique Bernardo Núñez como Rómulo Gallegos incursionan con relativo éxito en la interpretación de la vida indígena, y Gallegos, por la misma senda de lo que en Cubagua se denomina “el secreto de la tierra”: presentando una fórmula que explica, en el contexto de la cosmovisión, la pasiva actitud del indio frente a la existencia, que otros interpretaron, prejuiciadamente, como indicio de degeneración biológica o tristeza moral atávica. En Canaima se plantea que el indio ve como finalidad de la existencia la inmersión en “intuiciones integrales” que apenas pueden ganarse a través de una comunión silenciosa con la selva (Gallegos 1977, 270). Una hipótesis coherente por lo menos en apariencia, y ello sin que importe el hecho de haber sido plasmada en una novela en la que, como agravante, podrían citarse algunos dislates etnológicos, como aquel de atribuir a los indios orinoquenses la creencia mesoamericana del nahual (Gallegos 1977, 268), acaso una contaminación discursiva proveniente de una influyente obra de la época: las Leyendas de Guatemala, de 1930, de Miguel Ángel Asturias. Ocurre, simplemente, que la narrativa literaria no excluye la posibilidad de reflexionar en términos –o con alcances– antropológicos.

Comentando un polémico libro de Florinda Donner a propósito de una comunidad de la selva venezolana, Shabono: A True Adventure in the Remote and Magical Heart of the South American Jungle, de 1982 –una obra pretendidamente etnográfica que, a ciencia cierta, finge una estadía en campo nunca realizada–, Mary Louise Pratt (1991) sospecha que las verdades antropológicas, en alguna medida, quizá no dependan de los previos sacrificios empíricos con que se compromete un etnógrafo sumido en el rigor científico, y le parece que las narrativas personalizadas quizá logren, a través de su singular expresividad, ponerse en la situación adecuada para comprender los asuntos de la cultura. Pero ahí está, justamente, el fracaso de Carpentier; su punto de mira no es el de quien puede –o quiere– comprender la alteridad cultural en la cuenca del Orinoco: no lo permiten sus encuadres evolucionistas y no lo desean sus proyectos estéticos. En Los pasos perdidos el indio no pasa de ser un instrumento detonado en concierto con otros, con la idea de –haciendo abstracción de todo el conjunto de sonidos– pensar la música; una música que, nacida en tiempos virtualmente míticos, ha caminado la historia que, de acuerdo con el sentimiento del investigador protagonista, desconoce el nativo. En Los advertidos, la historia indígena de Amaliwak es sólo parte de un divertimento literario regido por la lógica de un proyecto de artista barroco; y, al margen del raciocinio propiamente antropológico, Carpentier es, apenas, un nativo más: uno que divulga una personalísima versión del mito, quién sabe si con la esperanza de que algún día reine en
l inconsciente de la cultura.

A modo de conclusión: escritores antropólogos y escritores nativos


Por su condición histórica, América Latina ha sido una región en donde, persistentemente, un heterogéneo componente indígena ha encarado las concreciones de cuño europeo que allí incubaron el Descubrimiento, la Conquista y la Colonia. Como se sabe, la confrontación ha sido sobre todo choque, sin que, en todo caso, puedan descartarse fusiones tácitas e involuntarias u otro tipo de articulaciones positivas. La literatura, claro, ha reflejado esa situación en toda su complejidad, implicando ello la puesta en marcha de todo tipo de intenciones y grados de conciencia a la hora de plasmar lo indígena.

Las evidentes diferencias individuales, culturales, idiosincrásicas y literarias que median entre autores como José María Arguedas y Jorge Luis Borges –dos nombres invocados casi al azar, acaso con la idea de ilustrar dos extremos de nuestras tradiciones literarias– no impidieron que en las páginas de ambos hicieran presencia etnias indígenas: de filiación quechua en el primer caso, asunto primordial de una importante colección de novelas y relatos comprometidos con una exigente exploración de la condición indígena; de estirpe araucana en el segundo, tema de un puñado de cuentos breves en donde lo indio es poco más que decorado enciclopédico. Como resultará obvio, ambas expectativas difícilmente podrían entenderse como esfuerzos antropológicos: el estudio crítico de la literatura latinoamericana ha reservado esa distinción para el escritor peruano.

No obstante, el caso de José María Arguedas es excepcional: la perfecta escisión de su espíritu indio y occidental y el esfuerzo de integrar su capacidad narrativa con la indagación antropológica científica lo hacen, sin duda, por antonomasia, el escritor antropólogo de América Latina. Más allá de él se extiende toda una gama de aproximaciones a lo indígena, con diferentes grados de coherencia y prudencia interpretativa, mixturadas, en diversas proporciones, con elementos ajenos a lo propiamente amerindio. A despecho de eso, sin embargo, algunos nombres –tanto de autores como de tendencias– han sido establecidos como garantía indiscutible de logro antropológico: ocurre en el caso –la enumeración puede ser casual– de Clorinda Matto de Turner, Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, y, también, del indigenismo. Pero, si bien se mira, en Aves sin nido, de 1889, Matto de Turner condena al indio al atavismo de la sangre y no alcanza, contra su sentimiento, a redimirlo de su estatus marginal; y no es que se empeñe en interrogar la idea de la fatal relegación –allí habría un inequívoco gesto de agudeza antropológica– sino que termina justificándola como cosa natural y erigiéndola en símbolo literario. Por su parte, Rulfo tuvo la impresión de que su entrada al Instituto Nacional Indigenista de México perjudicó sus proyectos como escritor (Becassino 1985), mientras que Roa Bastos hizo visibles dos tonos muy diversos en su literatura –tanto regional como histórica– y en sus incursiones etnológicas, representadas éstas, sobre todo, en la compilación de Las culturas condenadas, de 1978. Finalmente, muchas novelas indigenistas acabaron traicionando el compromiso de indagar lo indígena, ganadas por sus compromisos políticos, lo que hizo necesaria la emergencia de lo que se dio en llamar neoindigenismo, una apuesta mucho más preocupada por el imaginario indio que por las estructuras sociales. Este rápido inventario de inquietudes basta para entender lo mucho que debe ser sopesado en el camino de la “canonización” antropológica de una obra literaria.

Alejo Carpentier es otro más entre los escritores latinoamericanos que goza de prestigio como indagador de lo indígena. Pero en estas páginas se ha mostrado que su interés por lo indígena se orienta hacia hacer del tema un insumo a favor de una libre creación artística, y que no se manifiesta allí el compromiso sistemático con una interpretación de la alteridad amerindia que logre iluminar algo más allá de los problemas “etnoficticios” confiados a la cerrazón de una novela o cuento. Con todo, la obra de Carpentier puede ser insumo en un análisis antropológico –uno en donde la antropología se ejecutaría más allá del texto y lo haría su objeto– en el que a la voz del cubano corresponda, como se dijo atrás, el estatus del informante. En cuanto sujeto cultural sembrado en un contexto particularmente heterogéneo, su obra literaria no sería otra cosa que la creación de un nativo que busca hacerse a una representación personal del complejo entorno americano; o, mejor, de un creador local que sin intenciones deconocer se ve influido involuntariamente por esa complejidad a la hora de escribir. Es como si el novelista fuera el ejecutante de un “treno” que ha oído a otros y con el que, más allá de modificarlo a su antojo, no persigue otra cosa que procurarse un esparcimiento impune.

REFERENCIAS


1. Ánderson Imbert, Enrique. 1993. Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo II. México: Fondo de Cultura Económica.
2. Asturias, Miguel Ángel. 1930. Leyendas de Guatemala. Madrid: Ediciones Oriente.
3. Bertholet, Denis. 2005. Claude Lévi-Strauss. Valencia: Universitat de València - Universidad de Granada.
4. Cánovas Pérez, Alejandro. 1999. Prólogo. En Visión de América, ed. Alejandro Cánovas, 7-14. Barcelona: Seix Barral.
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PRENSA CONSULTADA


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[*] El presente artículo es producto de la investigación doctoral, ligada al tema de la representación del indio en la literatura hispanoamericana.«« Volver

[**] Antropólogo, Magíster en Literatura Colombiana y estudiante del Doctorado en Literatura, Universidad de Antioquia. Actualmente es profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia. Entre sus publicaciones recientes sobre el tema están: Borges: sus cuentos sobre indios araucanos y el siglo XIX. Variaciones Borges 24: 35-53 2007; Lo indígena en la obra de Juan Rulfo: vicisitudes de una “mente antropológica”. Co-herencia 9: 95-110, 2008. Correo electrónico:languidamente@gmail.com.«« Volver
[1] Los advertidos apareció en la colección Guerra del tiempo (1967), con motivo de la edición francesa del libro, cuya primera versión data de 1958.«« Volver
[2] Quizá valga la pena incluir aquí la noticia de que en el famoso corpus de cinco artículos, comúnmente distinguido como Visió

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